[Cerámicas © Jesús García Martín]
Giraba el torno lentamente, y las
manos del alcaller, acostumbradas al tacto del barro, modelaban la pieza con
precisión y oficio. Se alzaba la arcilla con sorprendente ligereza, y lo que
apenas antes era una masa roja y húmeda, tomaba forma de ánfora, grácil y
delicada. Desde la puerta, sin atreverme a entrar, miraba al hombre con
asombro. Miraba sus manos, el imperceptible rumbo de sus dedos, que mandaban en
el corazón silente del barro. Admiraba su magia. Él terminó de perfilar un asa,
la unió al cuello del recipiente, limpió el barro sobrante: concentrado en sus
gestos, como si la mínima distracción fuera a arruinar el resultado final de
aquel trabajo. Al verme, me invitó con una sonrisa a que me aproximase.
Lo hice, aun contradiciendo las recomendaciones dadas por mi tío, quien en
aquellos momentos cerraba con el contable algún pedido de cántaros, vasijas,
platos...
—¿Te ha gustado? —me preguntó,
refiriéndose al milagro del barro al que acababa de asistir— ¿Te gustaría hacer
tu propia taza?
Mis ojos debieron de iluminarse
mientras una sonrisa acudía a mis labios. “Sí”, le dije; impaciente ya porque
me dejara maniobrar en el torno y mancharme las manos. Entonces, el alcaller,
tras aclararse las suyas en una lata que tenía al lado, me sentó en sus
rodillas, luego cogió una porción de barro que amasó ligeramente y depositó en
la rueda. Tomó mis manos entre las suyas, las acercó a la arcilla y comenzó a
dar al pedal con su pierna derecha. Noté cómo aquella piel rojiza se pegaba a
la mía y, enseguida, cómo tomaba forma, obediente al dictado de mis dedos
niños. Fue entonces cuando mi tío, en compañía del contable, se asomó al
taller.
—¿No te he dicho que no molestaras?
—me recriminó.
—Va a ser un buen artesano
—respondió el barrero—. Se le ve en las manos.
Hoy, muchos años más tarde, pienso
en aquel alcaller y en su afán de perfección. Yo sigo levantando el barro.
(*) Para Alfredo J. Ramos, porque tiene razón al afirmar la belleza de esta palabra, alcaller; para que no se pierda.