[Fotograma de la serie Mad Men]
Supo que no era un día como los
demás desde el instante en que el repiqueteo nervioso del despertador saltó en
la mesilla: un sonido distinto al de otras mañanas, acaso más metálico, le
taladraba el cerebro, presa todavía de la pesadez del sueño, aun después de
haber pulsado el botón de stop. Con ese desagradable tintineo dentro de su
cabeza se calzó las zapatillas y fue al cuarto de baño. Una nueva sensación de
extrañeza se apoderó de él, pues le pareció que se movía con una levedad
desacostumbrada, como si durante la noche todo su peso hubiese dado paso a una
forma más próxima a lo que se supone que es un espíritu puro. El hecho de no
haber luz en la casa fue un motivo más de desasosiego. Como lo fue observar
que, a pesar de la más absoluta oscuridad —a esa hora aún no había amanecido y
no llegaba el mínimo resplandor desde el patio de luces—, era capaz de verse en
el espejo, de afeitarse sin la menor complicación. En la ducha, nueva
advertencia: el agua templada de costumbre se había transformado en diminutos
alfileres helados que se le clavaban en la espalda, la cabeza, los brazos, sin
que por ello una sola gota de sangre brotase de su cuerpo.
Se vistió a oscuras, eligiendo,
empero, del armario la camisa precisa, el traje adecuado, la corbata exacta.
Por fin, cerró la puerta tras de sí y comenzó a bajar las escaleras. Saludó a
Aurelio, el portero, como cada mañana. Pero éste, en vez de salir servicial de
su chiringuito para adelantarle el parte meteorológico —si llovía o nevaba, si
hacía viento, si ese día el sol se haría notar—, continuó sentado en la mesa
camilla de la portería, en silencio, enfrascado en la lectura de un periódico
deportivo, ajeno a sus palabras.
Al comprar el diario, en el kiosco
de costumbre, Genaro, el hombre que llevaba atendiéndole cada día desde tiempos
remotos, tampoco correspondió a su saludo; y aunque le pareció que le dirigía
una palabras, éstas fueron ininteligibles por completo.
En la cafetería donde desayunaba
diariamente, Ramón, el camarero que antes de que se acomodase en la barra ya le
preparaba el café y pedía una tostada con aceite y tomate a la cocina, continuó
impertérrito junto a la caja registradora. Sólo cuando le reclamó por segunda
vez la comanda se puso en marcha, aunque tratándole como a un verdadero
extraño.
Ya en la oficina, dejó atrás el
ascensor y avanzó hasta su despacho entre las mesas de auxiliares, oficiales y
secretarias, sin que por parte de nadie, como había sido desde el principio de
los tiempos, recibiese un reverencial saludo. Tampoco Conchita, su más directa
colaboradora, se levantó como un resorte de la silla al verlo llegar.
Pareció encontrar cierto alivio al
acomodarse en el despacho, al ver las carpetas de clientes sobre su mesa, el
teléfono en su sitio, el ordenador, con el protector de pantalla acostumbrado.
Se disponía a trabajar cuando el teléfono comenzó a repicar con un timbre
idéntico al del despertador de aquel día: una y otra vez, sin que nadie cogiese
la llamada. Gritó a Conchita: ¡Ese teléfono! ¡Ese teléfono!, varias veces, pero
su desagradable tintineo continuaba. Por fin, descolgó él mismo. Al otro lado
de la línea alguien habló, aunque fue incapaz de entender en qué idioma. Colgó
enfurecido, dispuesto a echar la primera bronca del día a su secretaria. Fue
entonces cuando reparó en los sollozos de Conchita, en que varias personas se
aproximaban a ella, interesándose por algo que la muchacha, con voz
entrecortada, intentaba trasladarles. Por fin, pudo entender lo que decía. Don
Luis. Era doña Elena, su esposa. Don Luis. Don Luis ha muerto. Esta noche. Un
infarto.
Y lloraba.