[En El Piélago.1971. De espaldas, Rafa]
Un
amigo me dice que te has ido.
Un
amigo común, de nuestra adolescencia;
de
cuando, por la vida, íbamos, sin reparo,
con
todo el tiempo nuestro
y
toda la alegría.
Recibo
su llamada por teléfono
y,
dolido, me dice
que
te has marchado para siempre,
que
llevabas luchando ya hace tiempo
con
esa enfermedad impronunciable;
sin
posibilidades de futuro.
Y
entonces la memoria se desboca
y
vienes hasta mí con quince años,
en
los días aquellos en que el mundo
comenzaba
a surgir para nosotros.
Aliados
entonces, compartimos
confidencias,
temores, ilusiones,
y
nos reíamos de todo,
porque
todo, por aquel tiempo,
nos
quedaba muy lejos.
Luego la vida continuó su curso
y nos fue separando,
haciendo cada cual nuestro camino;
y apenas sí supimos de nosotros
sino por referencias esporádicas.
Con tu marcha, regreso a esas partidas
de
ajedrez, con café, en el Nueva España.
Las
que jugábamos entonces
—aprendices
del juego—,
y
las que repetíamos —de Fisher y de Spassky—
leyendo
las jugadas que venían
en
la sección de pasatiempos,
quizás
de Informaciones.
Y recuerdo,
de
pronto y por sorpresa,
mil
detalles, anécdotas, viajes,
tu
socarronería y tu optimismo...
Y
no puedo creer que te hayas ido,
que
despidas el año de este modo:
haciéndote
ceniza.
Quedas
en la memoria, compañero,
mientras
tu marcha ensancha, de repente,
un
abismo infinito entre nosotros
que
no salva, siquiera, la palabra.
Adiós,
amigo. Sé
que
esta noche las uvas
habrán
de ser más ácidas que nunca.